Todos tenemos nuestro momento del día para pensar. Es curioso que no lo hagamos de forma sostenida a lo largo del día, sino en momentos muy puntuales en los que alcanzamos ese grado de concentración máxima que nuestras reflexiones más profundas requieren. O al menos uno cree que son profundas. Porque luego lees algún libro de Stephen Hawking en los que se plantea ciertas cuestiones inasibles y tus preocupaciones parecen de una banalidad vergonzante (nota mental: pensar más sobre el origen del universo y menos en si voy a cenar pizza o sushi).
Algunos aprovechan la ducha para organizar su cabeza. Los anglosajones, que tienen siempre una palabra para todo, llaman a esto el showerthinking. Otros le dan al coco cuando salen a correr por la calle. O cuando van a pilates. Hay también quien aprovecha esos eternos segundos en los que tarda en hacerse la tostada para plantearse preguntas existenciales.¿Qué es el ser? ¿Qué es la esencia? ¿Qué es la nada? ¿Qué es la eternidad? ¿Somos alma? ¿Somos materia
Yo tengo muy claro cuáles son mis momentos de reflexión. Y de ellos trataré de ir hablando en esta columna.
Todas las mañanas me ducho (hasta este momento mi comportamiento es el de una persona civilizada y normal, luego ya voy degenerando) y pienso mucho y muy fuerte sobre el vasto universo bajo el chorro de la alcachofa. Pero el tal showerthinking me debe saber a poco porque, a continuación, a medida que me estoy vistiendo, me siento para realizar la prosaica tarea de ponerme los calcetines. Y es entonces, sentado en la cama, descalzo y con los calcetines en la mano, cuando entro en una fase de auténtico trance y me quedo absorto en mis pensamientos más insondables. A veces me quedo masticando una noticia que acabo de escuchar en la radio. O pienso en el próximo artículo. O trato de montar mentalmente esa agenda de la que carezco. Y así puedo pasarme, sin mayor esfuerzo, 15 minutos seguidos, mirando al infinito, arreglando el mundo –mi mundo- desde esa posición, quieto como un hurón disecado.
Y luego, cuando finalmente me doy por satisfecho y decido ponerme los calcetines, me siento como Batman enfundándose su disfraz y dispuesto a salir disparado a la calle a combatir el crimen organizado. Pero durante esos minutos previos, cuando tengo los calcetines en la mano, solo soy un torbellino de dudas, ideas y pensamientos a medio cocer con los pies fríos.
Mi otro momento predilecto para entregarme a la vida contemplativa y a la filosofía de usar y tirar es cuando voy a nadar. Nado (casi) todos los días. Durante 55 minutos. ¿Y por qué durante 55 minutos y no una hora? observará el atento lector. Bien, porque me da la gana. Manías que tiene uno como jamás beber el fondo del café o… Que el observador lector se meta en una piscina en diciembre y que luego me cuente. Como iba diciendo hasta que el lector observador impertinente me interrumpió, nado todos los días. Mi hercúlea espalda y mis potentes dorsales pueden dar fe de ello. O tal vez no.
La cuestión es que mi rato en la piscina es un momento perfecto para entregarme a los pensamientos. Bajo el agua, rodeado de azul, aislado del ruido exterior, sin más paisaje que los azulejos del fondo, encuentro mi particular sancta sanctorum:
¿De dónde salen los pistachos?
¿Cuál es el orden exacto de los colores de las letras de Google?
¿Por qué no fabrican frigoríficos cilíndricos con estantes rotatorios?
¿Se acordará de mí tanto como yo me acuerdo de ella?
¿Cuándo empieza la nueva temporada de Louie?
¿Hacia dónde tiraría un penalti decisivo en una final de Champions?
¿Por qué todos pronuncian Kirk Duglas y luego con su hijo dicen Michael Daglas?
El guardián entre el centeno siempre ha sido mi libro favorito, de ahí la licencia que me permito escribiendo bajo pseudónimo (http://manual-de-un-buen-vividor.blogs.elle.es/) con el nombre de su protagonista. Siempre me conmovió la reticencia de Holden Caulfield a entrar en el mundo de los adultos, según él lleno de mentirosos y falsos, y su desesperada manera de aferrarse con uñas y dientes. Hay un momento que particularmente me gusta que es cuando le pregunta a un taxista si sabe dónde se van los patos de Central Park cuando el lago se congela.
De pronto se me ocurrió preguntarle al taxista si sabía una cosa.
-¡Oiga!- le dije -. Esos patos del lago que hay cerca de Central Park South…Sabe qué lago le digo, ¿verdad? ¿Sabe usted por casualidad adónde van cuando el agua se hiela? ¿Tiene usted alguna idea de dónde se meten?
Sabía perfectamente que cabía una posibilidad entre un millón. Se volvió y miró como si yo estuviera completamente loco
-¿Qué se ha propuesto, amigo? – me dijo -. ¿Tomarme un poco el pelo?
-No, solo quería saberlo, de verdad.
Creo que es importante que nos sigamos haciendo ese tipo de preguntas. Aunque no obtengamos respuestas. Pese a que nos tachen de locos. En la ducha, corriendo, esperando unas tostadas, en un andén, bajo la marquesina del autobús o nadando en la piscina.
Pero hay que seguir preguntándose por el paradero de esos patos.
Holden Caulfield (@guardian_el_)