Eva María Ibarguren, más tarde María Eva Duarte, Eva Perón y “Evita”, ha sido y sigue siendo uno de los personajes más singulares, polifacéticos, insondables y fascinantes de los tiempos modernos y contemporáneos. Un personaje sin duda histórico, pero sobre todo y por encima de todo, una figura mítica en el sentido primigenio del término. Es la protagonista de una historia de heroína, una trama fabulosa y más o menos estructurada en la que la protagonista se nos presenta con una capacidad sublime para conducir y condensar las creencias de un pueblo y posteriormente proyectarlas a escala planetaria, más allá de las posturas ideológicas que había en su tiempo y más allá de que la enaltecieran o denigraran. De un lado a otro del espectro, unos la denostaban como furcia semianalfabeta, interesada y ruin, mientras que otros la elevaban al panteón de los dioses terrenales con una capacidad sobrenatural para la acción política y el liderazgo popular. De ella se dijo que su matrimonio con Perón fue de mera conveniencia, que toda su vida fue una farsa y una gran representación teatral de una actriz mediocre, que en un colosal alarde de cinismo se ganó la admiración fanática de los pobres con el brillo de sus joyas y alhajas, pero no son pocos los que sostienen que fue una persona carismática, inteligente, abanderada de los humildes, con una clara conciencia política y de construcción de poder en el sentido transformador y positivo del término.
Las antípodas de sentimientos encontrados hacia su persona se resumen dramáticamente en la hora postrera de los últimos días de julio de 1952 cuando Evita, con tan solo 33 años, agonizaba en la cama de un hospital lacerada por un virulento cáncer de útero. En los alrededores, miles de personas hacían vigilia arrodilladas e implorando su curación al Altísimo, mientras que alguien, aprovechando la oscuridad de la noche, lograba realizar una pintada en el muro del centro hospitalario que, en gruesos trazos negros, decía: “¡Viva el cáncer!”.
Eva tuvo una infancia desgraciada y miserable, luchó con uñas y dientes por salir de la penuria y el anonimato, por alcanzar legitimación personal y social; fue actriz de medio y lustroso –relativamente- pelo, logró ascender a posiciones de confort y poder, se convirtió en una poderosa líder de multitudes, luminaria de los desamparados y mito viviente. Todo eso para, casi al final de sus días, acabar protagonizando una auténtica revolución nutricional y gastronómica que tendría como protagonista a la papa o patata.
De la nada a la gloria y a la tumba en casi un suspiro
Nacida en Los Toldos, una pequeña población de la provincia de Buenos Aires, entre 1919 o en 1922, fue la menor de los cinco hijos de Juana Ibarguren, cocinera y amante de Juan Duarte. Éste era un humilde estanciero que a su vez mantenía una familia legítima, mujer e hijos, en la cercana ciudad de Chivilcoy, y con la que regresa en 1920, dejando a la esposa y prole ilegítima en el más absoluto desamparo. A pesar de esto, poco tiempo después, Juana, la madre de Eva, inicia una nueva relación sentimental, esta vez con un estanciero de mayor fortuna, Carlos Rosset.
Ante la incertidumbre de la nueva situación, Eva, con tan sólo quince años, tomó la decisión de marcharse a Buenos Aires con la idea clara de ser actriz. Las cosas se le pusieron extremadamente difíciles en la metrópoli y sobrevivió a duras penas. Mantuvo una relación amorosa con un hombre casado y tuvo una hija con él, cediéndosela y renunciando totalmente a sus derechos maternos. Hacía pequeños papeles en obras de teatro y en algunas películas, vivió en miserables habitaciones de alquiler, bebía, consumía drogas y alternaba amantes que la socorrían económicamente. Tras siete años de penurias y sinsabores, la suerte empezó a ponérsele de cara y en 1942 consiguió un contrato en radio Belgrano para hacer un radioteatro matinal y un programa nocturno que repasaba la biografía de grandes mujeres de la historia. En el cine, empezaba a conseguir papeles de cierta relevancia y en algunas películas participaba incluso como coprotagonista. Su rostro aparecía en las portadas de varias revistas y el dinero comenzaba a fluir en abundancia, lo que le permitía abandonar los cuartuchos, trasladarse a hoteles de cierta categoría y permitirse otros lujos que hasta aquel momento eran impensables. En 1942 ya había ahorrado lo suficiente como para comprarse un pisito en el exclusivo barrio de Recoleta. Dos años después ocurró una catástrofe que, paradójicamente, cambió su vida en positivo. El 15 de enero de 1944, cerca de las nueve de la noche, la tierra tembló al norte de San Juan, destruyendo el 80% de la ciudad y dejando un saldo de entre 20.000 y 50.000 víctimas, entre muertos y heridos.
Eva, con tan sólo quince años, tomó la decisión de marcharse a Buenos Aires con la idea clara de ser actriz.
La nación se movilizó solidariamente y el gobierno organizó una colecta masiva en la que Eva participó activamente junto a otras famosas actrices del momento, como Libertad Lamarque o Niní Marshall. Para agradecerles a todas ellas la solidaria iniciativa, el 22 de enero se organizó un acto en el estadio bonaerense de boxeo Luna Park que presidió el coronel Perón en su condición de responsable del Departamento Nacional de Trabajo. Eva consiguió acercarse al político y saludarle. Pero la cosa no llegó a más.